domingo, 31 de enero de 2010

Sobre editores y e-ditores (Capítulo 2)

Tengo la sensación de que para el común de los mortales, los editores somos unos seres que vivimos ajenos a la realidad. La edición suele considerarse como un magnífico escaparate de excentricidades. Y la verdad es que, en ocasiones, no les falta razón. Lamentablemente, la arrogancia es uno de los elementos esenciales de la artillería de un editor.
La magia de editar tiene dos vertientes bien diferenciadas. Por un lado consiste en presentar en sociedad una obra que ya ha sido creada por un autor. Por el otro, existe otro tipo de edición, tal vez menos conocida, consistente en crear una obra de la nada por iniciativa y bajo la coordinación de una persona natural o jurídica que la edita y divulga bajo su nombre. Sea cual sea el tipo de edición, el editor ha de arremangarse y adaptarse a las formas existentes sin forzarlas, resaltando lo que mejor haya en ellas y dejando que se diluyan en el olvido sus imperfecciones. Y todo ello sin que se note, pasando completamente desapercibido: siendo, en la mayoría de los casos, invisible. Ya lo dijo en su día Alberto Manguel: “Gane lo que gane un editor, probablemente nunca será suficiente para el inacabable e ingrato proceso de revisión.”

Vaya lata ser editor. Además de cobrar 10 veces menos (en el mejor de los casos) que un controlador aéreo eres una de las personas más odiadas del planeta. Lo crean o no, ser editor conlleva una mezcla de talento y criterio. Nadie puede enseñar el talento, pero con entrenamiento y apoyo adecuado se puede mejorar el criterio.
Es cierto que los editores nos miramos demasiado el ombligo. Pero, no es menos cierto que existe otra raza de e-ditores que intentan abrirse camino en el sector. E-ditores que se han tomado en serio su oficio. Para ello, además de conocer a fondo el sector, saben interpretar el estado contable de una empresa, conocen técnicas de mercadotecnia y, ante el desconocido contexto que se presenta, saben moverse con soltura en la nueva tecnología digital.


Miremos al futuro y, como diría Vicente Verdú, no sigamos el ejemplo de los políticos a los que les vale cambiar el nombre de un curso para así hacer creer a los ciudadanos que se están tomando en serio la actualización de la enseñanza. “Hace llorar que todos nosotros, ilustrados en la divinidad del libro y sus correspondientes arcángeles, nos obstinemos en que todo el futuro deba parecerse, en cuerpo y alma, a nuestra aún amada descomposición”. Cambiar o hablar de cuatro cosas que nos hagan ponernos de nuevo en el cartel no nos va a salvar del hundimiento de la gratuidad.
No olvidemos que el sector editorial representa la sociedad del conocimiento frente a la sociedad de la información. Los datos en sí mismos constituyen información, pero sólo con la aplicación del talento y el criterio de un e-ditor adquirirán el nivel de conocimiento.

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